ENCUENTRO
CON
NUESTRO
PATRIMONIO

Provincia de Petorca

Longitudinal Norte

De La Calera a Las Palmas

La estación de trenes de La Calera bulle de actividad. Enormes trenes de pasajeros parten rumbo a Valparaíso y Viña del Mar. De la costa, trenes de carga llevan los artículos que desembarcaron apenas anoche los barcos en el Puerto.

Los andenes de la estación son largos. Los recorremos y de pronto estamos en otra estación. Estamos en la Primera Zona de los Ferrocarriles del Estado, pero también en la estación inicial del Longitudinal Norte. Si bien la ruta ferroviaria de Santiago a Valparaíso era fácil, con pasajeros endomingados que iban de un destino a otro para volver en el mismo día, la vía al norte era diferente.

Allí estaba la aventura, en viajes que demoraban días en vagones estrechos, lentos, con un calor sofocante en una ruta llena de curvas, subidas y bajadas. Además, los carros eran más pequeños, pues usaban una trocha de sólo un metro de ancho.

Sin embargo, las largas cuestas de la ruta al norte fueron una excelente escuela para los maquinistas del ferrocarril, ya que los obligaba a usar toda su capacidad para usar todos los tipos de frenos existentes. Este funcionario debía conocer la vía como la palma de su mano y saber donde frenar y donde dejar correr la máquina y además estar capacitado para reparar cualquier desperfecto menor.

El tren sale de la estación de La Calera puntual, pero sabemos que el viaje es largo y la velocidad del convoy lenta. Hay un viejo chiste que relata que un maquinista del Longitudinal alcanzó con su convoy a una viejecita que a duras penas caminaba junto a la vía; al llegar junto a ella el maquinista le pregunta : “¿la llevo abuelita?”, ante lo cual la dulce ancianita sólo responde: “no gracias, mijo, voy apurada”.

Se cruza las calles de La Calera rumbo al norte. Avanzamos por los patios de la estación hacia calle Balmaceda, cruzamos calle Carrera para entrar en la ciudad, los vehículos se detienen para darnos paso. Se ve algo chistosa la pequeña vía de sólo un metro de ancho en medio de los vehículos y el paso de los caminantes. Pronto estamos en el río. El puente que lo cruza es hermoso, metálico, con sabor antiguo.

Recordamos haber leído en alguna parte que el 12 de febrero de 1891 llegó a Valparaíso, en barco, parte de uno de los tres puentes que se construirían sobre el Aconcagua para permitir el paso del ferrocarril.

Estamos en Artificio, que debe su nombre a una fábrica de pólvora que hubo en tiempos coloniales. Cómo ha cambiado todo, cuando se inauguró esta vía, todo esto eran campos sembrados, ahora hay poblaciones y villas.

A la derecha aparece la Panamericana, vamos derecho en dirección norte. Cruzamos el primer puente sobre el estero El Litre, lo que indica que salimos de La Calera para entrar en Nogales, ciudad que ya no tiene estación, pues fue demolida y sus terrenos vendidos para construir casas.

Llegamos a El Melón. Ahora se siente una suave subida. Se ve tan alto, ¿puede un tren subir tan arriba?. El tren deja la Panamericana para desviarse al este, primero en una línea recta y luego bordeando los cerros en una serie de curvas. Hermoso paisaje quebradas cubiertas de vegetación nativa es lo que se ve desde las ventanillas del tren.

El camino es precioso bajo todo punto de vista, sin duda el más encantador de Chile: el ferrocarril cruza con vertiginosa rapidez los campos cultivados, salva verdaderos precipicios que abismarian aun a aquellos menos impresionables.

Es asombroso ver cómo ha podido tenderse una línea que, como entre La Ligua y Palos Quemados, vá en continuo zig-zag, con curvas muy pronunciadas y a una elevación considerable.

Desde estas alturas se destaca el pintoresco paisaje que forma el valle La Ligua, parecido, avista de pájaro, al de Llai-Llai, mirado desde la cumbre.

Seguimos subiendo y casi en la cumbre, un poco antes del túnel Palos Quemados, una profunda quebrada a mano derecha de la vía, invita a descender a sus profundidades y conocer sus secretos. Ya estamos en la boca del túnel. Luego oscuridad, estamos dentro. Se siente correr agua, casi al centro del túnel hay una vertiente. Pasan algunos instantes, aparece una luz. Estamos fuera. En unos instantes pasamos del valle del Aconcagua al valle del río Ligua.

El túnel Palos Quemados es, sin duda, otra de las grandes bellezas del camino y una de las obras maestras de la ingeniería. Tiene una extensión de 1900 metros, dos kilómetros aproximadamente, y es tan recta su construcción que desde la boca de entrada se ve perfectamente la salida.

El tren lo recorre con una marcha de 40 kilómetros por hora y se demora dos minutos y veinte y medio segundos en salvarlo

De Valparaíso a Cabildo, 1903

Estamos en la estación de Palos Quemados, a cerca de 400 metros sobre el nivel del mar. La vista es hermosa. El sol pega con fuerza sobre la ladera del cerro, que mira al norte. La boca del túnel está a unos metros y la casa del jefe de la estación, originalmente de paredes blancas y techo rojo, parece formar un cuadro de un pintor muy al estilo del siglo XIX.

Alguna vez poderosas locomotoras Baldwin-Mikado con su tender carbonero Vanderbilt subieron la cuesta entre chispas y nubes de humo negro, arrastrando entre ocho y más carros para entrar en el túnel rumbo a un lejano destino en Iquique.

Abajo está Tierras Blancas y un poco más allá Catapilco. Mientras tanto, aprovechando la detención del tren, los pasajeros estiran las piernas y los empleados del ferrocarril llenan formularios y mueven palancas para permitir la bajada de un tren que ha esperado en la cumbre la vía libre para bajar a La Calera.

Ahora descendemos, continúan las curvas, pero a este lado de la cuesta hay varios pequeños túneles que cortan los cerros. Hay menos árboles y la bajada es menos pronunciada.

Ya en el valle, cruzamos el camino que baja hacia el mar, a Laguna de Catapilco, donde alguna vez hubo lavaderos de oro, pero eso está olvidado, incluso su nombre, pues hoy la llaman La Laguna de Zapallar.

Pasamos por alto la pequeña estación o paradero de Coligües y llegamos a la Estación Catapilco, pequeño pueblo agrícola que en sus inicios dependió de la hacienda Zapallar. Luego la línea tuerce a la derecha, como buscando reencontrarse con la Panamericana y en poco rato estamos en El Rayado, donde las vías se separan, unas a la costa, a Quínquimo, Papudo, Los Vilos, Illapel; la otra al este, a La Ligua, Cabildo y Petorca.

Los veraneantes hacen su transbordo y se va a la playa de Papudo, son familias pudientes que tienen casa o visitan a familiares, pero nosotros vamos hacia la cordillera, a La Ligua.

En el valle el tren avanza rápido y en sólo minutos nos metemos al valle y ya estamos en las calles de la ciudad. Muchos pasajeros bajan, otros suben, pero en menor cantidad. Se venden dulces, frutas y hasta cazuelas, hay tiempo, el tren demorará en partir.

Una de las estaciones más pintoresca es la de La Ligua, departamento de Aconcagua: desde ella se divisa el pueblo, semi-oculto entre árboles y plantas y casi lamido por pedazo de río.

El cuadro es encantador: las casitas bajas casi todas blancas como la pureza y candor de la vida de campo, ostentaban sus arbolados y en ellos los duraznos en flor, sonrosados como encajes de arrebol en un cielo sin nubes.

No, no espere comprar chalecos de La Ligua, esa industria es posterior al ferrocarril, pero claro, por allí en los ranchos campesinos los telares siguen produciendo ponchos para el uso local.

Tres o cuatro minutos de reposo bastaron para dejar a los pasajeros y las correspondencia, después de los cuales se siguió el viaje.

De Valparaíso a Cabildo, 1903

Parte el tren, ahora las estaciones se suceden una tras otra: La Higuera, Ingenio, Peñablanca y por fin, Cabildo. Cabildo es una ciudad animada, se nota que la llegada del tren a cambiado su economía. Recuerdo la historia de Davidcito, el niño adivino de Cabildo que a sus siete años era considerado prodigioso, a principios del siglo XX Davidcito hizo converger, a través de este tren, a gran cantidad de enfermos en búsqueda de un milagro.

El panorama que se presenta cerca de Cabildo es imponente a la par que hermoso: el tren pasa con sin igual velocidad entre cerros y precipicios a una altura no menor de 300 metros; alo lejos se divisa una laguna poblada de una infinidad de aves acuáticas. Después de un sensible descenso la línea vuelve a remontar hasta la llegada a Cabildo.

De Valparaíso a Cabildo, 1903

El tren está parado en la estación. Si estuviéramos en 1928, en la época de oro del ferrocarril, veríamos a los funcionarios de la empresa de ferrocarriles afanarse en sus labores.

Era una vida tranquila a medio camino entre La Ligua y Petorca. Cruzamos el río Ligua y ahora nos topamos con otra fuerte cuesta, lento, muy lento alcanzamos el túnel La Grupa, de 1.270 metros de largo. Al otro lado está el valle de Petorca.

Si seguimos al norte llegaremos a Las Palmas, y cruzando su túnel al valle del Choapa.

Ramal a Petorca

De Pedegua a Petorca

En el valle la primera estación es Pedegua. Nuevamente hay una separación de vías, a un lado, la ruta que va a Illapel y por otro, siguiendo el valle, las vías llegan a Petorca, donde se acaban las vías.

Seguimos la ruta a Petorca, subiendo por el valle, el cual, verde y productivo antes, cada año se ve afectado por las persistentes sequías. Pasamos por Manuel Montt, Hierro Viejo y llegamos a Petorca.

El año en que la primera locomotora llegó a esta localidad fue 1924, pero, cosa rara, su estación no quedó en el centro de la ciudad, como ocurrió con las localidades que fueron hijas del ferrocarril. No, Petorca ya existía desde mucho antes y el tren debió conformarse con ubicarse en las afueras, en Trapiche, a orillas del río.

Linda y pequeña ciudad, en sus calles se respira tranquilidad. El tiempo parece detenido mientras caminamos las cuadras que separan la estación de la plaza.



A poco más de cien años de iniciado el servicio de pasajeros al norte, casi nada queda de la grandeza pasada de este servicio que fue la columna vertebral del desarrollo de las provincias nortinas de Petorca a Iquique.

Las vías de los ramales fueron levantadas, como ocurrió con La Ligua, Cabildo, Petorca y Papudo, ciudades donde las antiguas estaciones abandonadas quedaron como mudos testigos de un imperdonable olvido de las autoridades.

En otros lugares, los rieles aún se mantienen y algunas veces a la semana se ve pasar un lento y solitario tren de carga llevando o trayendo minerales de las áridas zonas nortinas.

Pero incluso en estos pueblos ya es difícil ver pasar el tren porque las estaciones, que pudieron haberse convertido en monumentos nacionales, fueron demolidas y vendidas como chatarra para poder enajenar los terrenos.

De cuando en cuando los rápidos buses que viajan a La Serena deben disminuir su velocidad y detenerse ante dos insignificantes líneas de acero de apenas un metro de ancho que cruzan la carretera.

Son las vías del ferrocarril cuyo tráfico ni siquiera alcanza para quitarle el óxido que las carcome. El bus detenido parece que estuviera rindiendo homenaje al tren que de un momento a otro aparecerá con ruido infernal sobre los rieles, pero nadie viene y el bus sigue su marcha sin que los pasajeros se enteren siquiera que alguna vez se pudo viajar en tren al norte.

ESTACIONES EN PIE

De izquierda a derecha

Catapilco, La Ligua, Pedegua, Manuel Montt, Hierro Viejo y Petorca